Aprovechamos para recordaros que mañana, martes 14, día de los
enamorados y San Valentín, nos encontraremos con la autora de Las Bocas
de la Montaña. El Señor del Viento (Ediciones Atlantis) en el Club de
Lectura. Será a las 18.30h en la librería, Costa i Cuxart 5 (L5
Virrei Amat/Maragall).
Entrada Libre y
Gratuita.
PRIMEROS
CAPÍTULOS de Las Bocas de la Montaña:
La visión
El coche atravesaba veloz las montañas,
giraba con violencia en las curvas, mientras contemplaba desde la ventanilla el
espeso follaje que pasaba ante mí. Todo había sido idea de mi padre,
desaparecer unos días en un hostal perdido construido junto a un monasterio.
Allí tendríamos calma, él podría pintar y yo descansar. Aunque lo último que me
apetecía era alejarme de nada y menos aún de mis amigos. Sólo deseaba que todo
fuera igual que antes.
Ahora el vehículo aminoró la velocidad.
Entrábamos en un pequeño pueblo donde apenas había tiendas, tan solo una
carnicería y un colmado.
—Cuando crucemos ese letrero se habrá
terminado la civilización —dijo mi padre sin separar la vista de la carretera.
Iba a quejarme por tener que ir a un lugar
tan alejado cuando vi de refilón, asomándose a la ventanilla del piloto, la
enorme cabeza de un león blanco. Sólo fui capaz de hacer un extraño ruido al
contener el aliento, cosa que mi padre tomó como un gesto de alegría. Todo el
pelo de los brazos se me había puesto de punta, como si hubiera caído un rayo
demasiada cerca, y me sentía extremadamente nerviosa.
—Ya verás qué bien lo pasaremos, todas las
mañanas haremos excursiones, y por las tardes podrás leer, montar a caballo,
incluso tienen conexión wiffi.
Miré hacia atrás, pero no encontré rastro
alguno del gran animal blanco que me había asustado, ni nada que se le
pareciera. Cuando me volví, en la ladera de la montaña había montones y
montones de bocas de piedra, eran como puertas cerradas cubiertas de musgo.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—No lo sé, cerca de aquí hay una mina,
quizá tenga que ver con eso.
El coche giró en una ladera y entramos en
un camino de tierra. En la última casa, un zorro de piedra vigilaba la entrada
entre la maleza. Me pregunté si la gran cabeza del león también había sido eso,
una figura, como el perro del restaurante en el que habíamos comido. La dueña
del lugar nos había explicado la curiosa historia de la figurilla que
representaba a un bulldog. Nos contó que el animal de mármol ya estaba allí
cuando había comprado la casa y había aguantado como un campeón todas las obras
de reconstrucción, para ella era como un talismán, un guardián.
Poco después de dejar atrás la última
casa, el ruido nos alerto y mi padre pudo sortear una extraña máquina que
limpiaba los bordes del camino, cortaba las ramas y desbrozaba los arbustos.
La subida estaba llena de curvas y era
realmente empinada. La luz se colaba entre las hojas de los árboles haciéndome
confundir rocas con gatos y hojas con pájaros, me parecía ver rostros por todo
el bosque.
—No me gusta este sitio, ¿por qué no
podemos ir al hotel del otro pueblo?
—Esto es mucho mejor, ya lo verás. Dale
una oportunidad.
En uno de los giros, los árboles cambiaron
de pinos a tilos y el viento empezó a soplar, todos se movieron al unísono y
algo cruzó el cielo.
—¡Un águila! —gritó mi padre.
—Yo sólo he visto una luz.
—Era un pájaro enorme, tenía que ser un
águila.
Cuando llegamos al hostal me quedé sin
palabras ante el gran monasterio de piedra que parecía engullido por las
montañas. La ventana de mi habitación daba directamente a un lago rodeado de
escarpados.
—Dúchate y descansa un rato, a las nueve
te recojo y cenamos —dijo mi padre guiñándome un ojo.
Pero por mucho que sonriera yo sabía que
algo le rondaba por la cabeza. Desde que había visto el águila estaba extraño,
no había vuelto a hablar hasta ese momento y normalmente gustaba de visitar el
lugar antes de la cena. Aún así preferí no molestarle, al fin y al cabo
estábamos allí para dejar atrás la rutina y ver el mundo con otra perspectiva,
o eso nos había sugerido la psicóloga del instituto.
Tras darme una ducha, cambiarme de ropa y
descansar un rato tirada en la cama con el techo como única distracción, caí en
la cuenta de que habían pasado de las nueve y nadie había llamado a la puerta.
Observé el pasillo iluminado por lamparillas de vidrio coloreado, e intrigada
porque mi padre no me hubiera pasado a recoger, pegué la oreja a la puerta de
su habitación y escuché atentamente. No se oía nada. Pensé que quizá habría
bajado sin mí, pero nunca había actuado de ese modo, así que golpeé la puerta
un par de veces.
—¡¿Quién es?!
Respondió mi padre molesto.
—Soy yo. Ya son las nueve, no has pasado a
buscarme y…
—No tengo hambre, mejor baja tú. Buenas
noches hija.
Me quedé helada. Sí, habíamos ido allí a
cambiar la rutina, a hacer un poco lo que nos apeteciera, pero nunca me había
hablado así y aún menos me había mandado sola a un lugar nuevo.
Turbada, bajé las escaleras pensando en el
extraño comportamiento de mi padre, cuando el anfitrión me ofreció amablemente
que me sentara en una de las mesas acondicionadas del exterior. Acepté, pero se
me había pasado el apetito. Jugaba con la comida que tenía en el plato y miraba
en derredor sintiendo como si miles de ojos me observaran. En cuanto me
sirvieron el postre me excusé, decidí dar un paseo y explorar por mi cuenta el
hostal.
Se trataba de una casa sencilla de piedra,
con tres plantas de altura. Pero lo que llamaba la atención era el santuario,
una pequeña ermita que nacía de la roca de la montaña con un campanario que
resurgía entre los árboles de la cima. La sensación de que alguien me observaba
continuaba oprimiéndome el pecho. Escuché un ruido entre la maleza y me giré,
pero allí no vi nada más que flores y hojas.
Empezaba a refrescar y me abracé a mi
misma buscando calor. Subí unas escaleras de madera que llevaban a través de la
montaña hasta una caseta donde debían hacer actividades de invierno, pues en
aquel momento permanecía cerrada. Desde allí podía disfrutar de una vista
espectacular del lago y los bosques de los alrededores.
En el hostal había tres ventanas
iluminadas y en una de ellas pude ver durante unos segundos el perfil de mi
padre, parecía nervioso y se movía rápido por la habitación. Furiosa, di una
patada a una piedra. ¿Por qué me había dejado sola de aquel modo? ¿No se
suponía que aquel viaje tenía que arreglarlo todo? Yo no quería dejar a Laura y
a mis amigos, lo había hecho por él y ahora… Entonces sentí la calidez del
pañuelo de mi madre en mi mano y aspiré su perfume.
—Cuidaré de él, no te preocupes —susurré.
De nuevo, aquel ruido entre los arbustos
me alerto, y cuando me giré unos ojos enormes me contemplaban iluminados entre
las ramas. Salí corriendo y no miré atrás, ni siquiera me detuve cuando me
encontré con la mujer del hostelero. Llegué a mi habitación y cerré la puerta
con pestillo.
Desaparición
Desperté con un molesto repiqueteo en la
cabecera de la cama. Cuando abrí los ojos vi un pajarillo que picoteaba
enérgicamente la madera y que, al reparar en mi presencia, paró en seco y
emprendió el vuelo, golpeándose contra todas las paredes antes de salir por la
ventana.
Me incorporé y estiré haciendo memoria de
dónde me encontraba. Entonces recordé un pequeño detalle: no había dejado la
ventana abierta. Más bien estaba segura de haber puesto el cerrojo durante la
noche. Mientras buscaba el fallo en la manivela, me asusté al encontrar una
leve huella en el cristal. Parecía la pata de un animal y estaba hecha desde
fuera.
Me vestí y salí en busca de mi padre,
quería marcharme de allí de inmediato. Golpeé la puerta pero no obtuve
respuesta, así que bajé al restaurante imaginando que, si no había cenado,
debía de estar muerto de hambre. Pero allí tampoco nadie le había visto. El
dueño del lugar me vio tan preocupada que decidió acompañarme a la habitación
con una copia de la llave. Una vez allí, llamamos de nuevo a la puerta, pero al
no recibir respuesta procedimos a abrirla.
Lo que encontré en el dormitorio me llenó
de pavor. La maleta estaba tal cual la había dejado al llegar, lo único que
había tocado eran sus láminas y carboncillos. La habitación estaba literalmente
empapelada por reproducciones de lo que asemejaba un águila, pero no era un ave
normal, pues algunas veces tenía cabeza de hombre, otras de lobo, otras garras,
otras… ¡¿Qué había estado haciendo toda la noche?! En un rincón de la
habitación podíamos ver signos de forcejeo, las mismas huellas que había
encontrado en mi ventana, pero esta vez junto a unas humanas, y entre todos los
bocetos un hueco: faltaba uno.
El dueño del hostal palideció.
—¿Dónde está mi padre? —pregunté
temblando.
—Yo no sé nada —respondió él
retrocediendo.
—¿Dónde lo han llevado? —rogué a punto de
romper a llorar.
El hombre me miró fijamente y torció el
gesto antes de responder:
—Dejaré que te quedes aquí hasta que venga
a recogerte tu familia. Gratis.
Después abandonó la habitación lo más
rápido que pudo.
Primeros dos capítulos de Las Bocas de la Montaña.
El Señor del Viento, de ©Isabel del Río (Ediciones Atlantis).
Disponible en papel en librerías y en Amazon.
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